«Cuatrocientas cincuenta y una», musitó Marián bajo la protección de sus sábanas.
Hacía cinco horas que la noche cubría con su manto el municipio de Midyat, y tres desde que su madre la había mandado a la cama. «Mañana tienes que ayudar a tu hermana a repartir los cantaros de leche. La Fiesta de las Flores está a la vuelta de la esquina y no quiero quejas por falta de puntualidad en los repartos», le había dicho.
Pero el sueño le seguía siendo esquivo. «Parece que te haya mordido un zombi, Marián», fue el comentario que más escuchó durante las cien primeras noches, el tiempo que su cuerpo tardó en acostumbrarse a la falta de sueño. Y así como lo hizo su cuerpo, también lo hizo su familia.
Todavía era de noche cuando Marián despertó a su hermana. «¿Algún día me contarás cuál es tu secreto para no tener sueño?», preguntó a la vez que profería un profundo bostezo.
«No es que no tenga sueño», contestó con un hilo de voz, observando desde la ventana cómo las personas más madrugadoras se echaban a las calles. Llevó su mirada hacía donde sabía que un letrero ovalado anunciaba el número doscientos quince. La oscuridad todavía lo ocultaba, pero ella conocía muy bien aquel lugar. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
«¡¿A qué esperas?!», exclamó su hermana desde la puerta.
Un minuto y medio después ya conducían calle abajo con la vieja furgoneta de la familia cargada de cántaros de leche. Su madre les había enseñado a repartir en un orden específico. Empezarían por la zona más alejada de su casa y se irían acercando más y más hasta acabar en su calle.
Quedaban cinco minutos para mediodía, tres calles para terminar el reparto y hacía media hora que Marián no le quitaba ojo a su reloj.
«Yo haré estas últimas calles. Tú ves a decirle a madre que ya hemos terminado y todo ha ido bien», dijo su hermana para suerte suya.
Miró su reloj. Quedaban dos minutos. Aceleró el paso. Un minuto. Corrió. Allí estaba el letrero. Reluciente. «Dos. Uno. Cinco». Dieron las doce y la señora Pamuk pasó, como cada día, con algo inerte colgando de su mano izquierda. No quería mirar. Pero no pudo evitarlo. Miró.
«Cuatrocientas cincuenta y dos», contó.
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