«No puedo creer que vuelva a llegar tarde», piensa Uzmán mientras recorre los últimos cien metros que conducen a la Mezquita Roja. El eco de sus pasos contra el ardiente pavimento es el único sonido que se escucha a esas horas de la tarde. Sube las escaleras con premura, de dos en dos. Abre la puerta y se escucha un ligero tintineo. Únicamente hay dos hombres. Un anciano sentado en un banco al fondo de la sala y un hombre de su misma edad en el centro. Solo uno de ellos se gira. Hay una clara señal de alivio en sus ojos.
Uzmán se descalza, balbucea unas palabras incomprensibles, se acerca al centro de la mezquita y se arrodilla.
«Llegas tarde», susurra Amín. «Otra vez». Pero en su tono no hay reproche, sino dulzura.
«No volverá a pasar, lo prometo», responde Uzmán, sin apartar la mirada de enfrente y hablando despacio, tratando de disimular su fatiga. «Otra vez».
«Estás empapado», dice Amín.
«Hace mucho calor», responde Uzmán.
«Deja que se ayude», se ofrece Amín.
Uzmán lo mira de reojo. No se mueve lo más mínimo. Amín saca un pañuelo de seda y se acerca todavía más. Le acaricia la nuca con delicadez.
«¿Mejor?», pregunta Amín.
«Mucho mejor», responde Uzmán.
Amín guarda su pañuelo, pero no se aleja.
«¿Cómo es posible que todavía huela a canela?», piensa Amín.
Un silencio los envuelve. Íntimo y acogedor.
Amín se acerca con sigilo. Sopla en la oreja de Uzmán con ternura y deja escapar una sonrisa traviesa. Un cosquilleo recorre el cuerpo de Amín. Se vuelve hacía Uzmán con una sonrisa similar en su rostro. Se inclina hacia él y le golpea suavemente el costado con su codo. Uzmán lo sujeta con firmeza. Hay un sutil forcejeo que es como una danza. Se tambalean y casi caen sobre la moqueta.
«Shhh», les reprende el anciano.
Se recomponen y guardan silencio. Se miran de reojo y ven la felicidad en unos ojos que no son los suyos propios.
«La vida es demasiado corta. Ojalá vivirla sin miedo», piensan a la vez. Pero ninguno de los dos tiene el poder de leer la mente del otro.
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